Por Javier Ortiz Cassiani
Nunca, en las tantas veces que de niño hice el recorrido, conté el número de calles. Pero en estos días de cuerpos guardados la mente viaja y cuenta. Cuento: desde la transversal 26 con diagonal 18A del barrio Los Fundadores en Valledupar hasta la Plaza Alfonso López hay más de cuarenta cuadras.
Cada año, a finales de abril, a veces con familiares, a veces con vecinos, hacíamos la travesía. Caminábamos –en lo posible– doblando en cada esquina, evitando avanzar en línea recta como quien pretende engañar a la distancia, confiado en que la cercanía podría aparecer intempestivamente en uno de esos cruces. Los chicos del barrio sabían de caminatas. Varios de los de esa tropa en días previos habían marchado resignados, con la parsimonia de dar dos pasos adelante y uno atrás, forrados con calurosos atuendos púrpuras en su condición de nazarenos que cada año en Semana Santa eran parte de la procesión que agradecía los favores a Santo Ecce Homo. Con cierta frecuencia para esa época del año, caía una llovizna ridícula y entonces la ciudad caldera parecía burlarse de ella con los vapores candentes que exhalaba el pavimento y ponía a la gente a sudar a chorros.
Pero yo nunca fui un miembro practicante de la cofradía del satín púrpura, y en todo caso, el calor era una tontería comparado con la sensación de alegría y libertad que siente un niño de barriada cuando supera los límites de su cuadra. El recorrido a la plaza, adonde cada año se celebraba el Festival de la Leyenda Vallenata que reunía a los mejores acordeoneros de la región, era una aventura. De una de esas travesías recuerdo con absoluta claridad las calles atiborradas de avisos políticos. Era 1982, faltaba poco menos de un mes para las elecciones a la presidencia de la nación que enfrentaba a Alfonso López Michelsen, “el Pollo vallenato”, candidato del partido Liberal, con Belisario Betancur Cuartas, un paisa de voz conventual, militante del conservatismo. Lo que más me llamó la atención de la publicidad electoral fue un afiche a favor de López que tenía grabado dos gallos de pelea, uno rojo y otro azul. En medio de un reguero de plumas el gallo rojo dominaba al azul que aparecía de espaldas al suelo resignado a su suerte. El texto que acompañaba la imagen era una invitación a los ciudadanos para que con su voto apostaran por el gallo ganador: “Juéguele al colorao”, decía la leyenda, en un lenguaje perfectamente comprensible para los habitantes de una región familiarizada con las expresiones que surgían de las galleras.
Pero en algunas casas, quizá como un signo de que López –asistente puntual a todas las parrandas necesarias para la creación del departamento del Cesar en 1967 y a la postre su primer gobernador- ya no era el pollo que cantaba en todos los patios de la comarca, habían colocado el afiche al revés. Entonces el gallo azul quedaba encima del rojo y era este quien mordía el polvo de la derrota. Creo que pocos se fijaron en ese detalle, pero no era un detalle menor. Y no lo era por la sencilla razón de que aquella deconstrucción de la publicidad política ocurría en el espacio y el tiempo de López Michelsen. En Valledupar él siempre fue un referente, y hasta la plaza principal de la ciudad lleva el nombre de su padre. Su abuela paterna, Rosario Pumarejo Cotes, era de origen vallenato (últimamente genealogistas de Santa Marta hablan de una partida de bautismo con la que defienden su condición de samaria), en aquellos llanuras su familia poseía grandes extensiones de tierra, muy joven, –en los años treinta y cuarenta, vestido de caqui– había practicado la caza y la parranda en los dominios familiares, y él mismo había sido uno de los entusiasta creadores del festival vallenato y propagandista ilustre de la idea de una supuesta democracia folclórica y social en la zona, en la que ricos y pobres, hacendados y campesinos, se hermanaban cuando se abrían los fuelles del acordeón. Pero las cosas en ese momento no eran tan claras como en las elecciones presidenciales de 1974. En aquella ocasión, Rafael Escalona dejó por un momento su papel como miembro de junta organizadora del festival, se sumó a su caravana política, le compuso la canción de campaña y de paso lo bautizó con el apodo que en la región siempre fue un símbolo de poder: “el Pollo”; ahora una paloma silenciosa y sin experiencia parrandera se había metido en el gallinero.
Estas, por supuesto, son visiones extemporáneas. Para entonces, los chicos y las chicas de la barriada de Valledupar seguíamos caminando calles, doblando esquinas sin que fuéramos conscientes de lo que se tejía en los círculos de los poderosos de la provincia y sus alianzas con las élites nacionales. No sabíamos muy bien a que se referían cuando anunciaban en cantos y proclamas “la gran memoria de Pedro Castro”, ni mucho menos de lo que se cocinaba al calor del whisky en las parrandas del callejón de la Purrututú, en el centro de la ciudad. Éramos solo la parte pasiva de los pactos políticos que allí se sellaban, ninguno de nuestros familiares participaba de las cuotas burocrática que en esos momentos se repartían, y nadie cercano, que yo sepa, parrandeó en “la casa de Hernandito [Molina] hasta el otro día”. Nosotros, habitantes de los bordes, salíamos caminando hasta la plaza principal con los sentidos bien afinados para percibir lo que quedaba expuesto a todos: el sonido de los acordeones tocando en simultanea; el olor a ropa nueva y a perfumes fermentados por el calor, el vaho a madera del whisky, el aroma empalagoso del aguardiente y el tufo ácido de la cerveza expuesta al sol. Los callejones cercanos a la plaza se atiborraban con mesas de frituras, carros de raspaos, varas repletas de algodón de azúcar, manzanas en almíbar y juegos de azar. A mí me seducían las fotografías instantáneas tomadas con las inmensas cámaras Polaroid. Me parecía cosa de magia el pequeño acetato saliendo por la ranura inferior del aparato después del destello de luz y el fotógrafo presumido, como un alquimista dispuesto a revelarnos los secretos del color con el simple batir de su muñeca.
En el barrio había veteranos siguiendo el festival por la radio, reuniones en las que no se repartían puestos burocráticos, pero sí se dictaban cátedras de pretil y se teorizaba hasta los insultos sobre las destrezas y debilidades de los participantes mas reconocidos. Sin duda, cada grupo fundaba la memoria desde su lugar de origen, lo que al final terminaba siendo una ratificación del orden social imaginado desde el poder. El mismo que publicitaba el origen democrático del vallenato en las famosas “colitas”, una práctica en la que los propietarios ––en los estertores de la fiesta en la casa grande– se olvidaban de los valses vieneses y de las polcas y se emparrandaban con la música de la servidumbre y la peonada. Sin embargo, en medio de este argumento de hibridación y mestizaje musical, dejaban claro que, por lo menos en el baile, el vallenato conservaba su “origen oligárquico”, y que a diferencia de los bailes “rayanos en el delirio” –cumbia, currulao y mapalé–, era “semejante” a los que se practicaban “en ciertas regiones de España y el sur de Francia”.
En todo caso, la medida del éxito de la tradición inventada, era que nadie podía sustraerse de sus dominios. Toda la ciudad estaba en función de festival. Para mi era una especie de confirmación oficial de los cantos vallenatos que siempre tuvieron presencia en mi infancia. Uno de mis hermanos componía canciones que hablaban de indígenas abandonados por el gobierno y de campesinos sin más opción que sembrar cultivos de marihuana, y mis sobrinos mayores y yo las cantábamos en los actos cívicos del colegio. Otros dos de mi recua de hermanos, vivirían días de gloria como cajeros y guacharaqueros de conjuntos vallenatos en festivales estudiantiles, para los días en que Diomedes Díaz y Rafael Orozco daban sus primeros pasos como cantantes profesionales.
Con el tiempo los escenarios cambiaron y el barrio experimentó otras manera de sumarse a la fiesta. Pero en estos días no habrá nada de eso; tampoco hubo en Semana Santa nazarenos calurosos y agradecidos enfundados en sus vestidos púrpuras. Un virus paró la fiesta y la devoción y no dejó contar los pasos. Quizá la barriada se entretenga fabricando memes en los que el cantante Jorge Oñate –quien iba a ser el homenajeado del Festival vallenato de este año y sobre el que existe una tradición que lo pone como protagonista de chistes de todos los calibres– aparezca sumado a teorías conspirativas, diciendo que el Covid-19 lo mandó a inventar el envidioso de Poncho Zuleta sólo para embromarle el festival en su honor. A veces, en los tiempos de oscuridad, conviene sacar la botella de cristal con las luciérnagas que guardamos en la infancia.
Fotografía de portada: Celestino Barrera Alarcón