Nayib Abdala Ripoll
El novelista Germán Espinosa, en su obra “Los Cortejos del diablo”, representa al espacio público de la Cartagena del siglo XVII como el lugar del enfrentamiento entre “la ley y el deseo”, según el profesor de literatura de la Universidad Nacional Luis Rozo Jiménez en el libro: “Las Cartagenas de Germán Espinosa”. (Bogotá, colección “Punto Aparte”, F. de Artes de la Universidad Nacional, 2010). El profesor Rozo indaga, con el enfoque de Michel Foucault, de qué forma ciertas instituciones al regular las prácticas urbanas determinan las formas del discurso sobre la ciudad.
En efecto, la novela permite contrastar la ciudad institucional y su discurso legal con la ciudad “habitada por una comunidad que se resiste a las limitaciones dogmáticas de una ley impuesta y, muchas veces, incomprensible”. La rebelión de esclavos promovida por el brujo Luis Andrea, la toma de las playas de santo Domingo por el mago Mardoqueo y la escandalosa caravana de la hechicera Rosaura para revelar la importancia del poder de las brujas frente al de las instituciones coloniales, muestran que el “discurso de la locura, del deseo y la histeria se hace público y gobierna la ciudad desde el espacio abierto y las prácticas colectivas”. La novela muestra que “La lucha entre las instituciones legales (Iglesia, Estado y familia) y una colectividad amorfa, histérica y, en su mayoría, anónima, se manifiesta en espacios abiertos y públicos”. El fracaso del Inquisidor Mañozca frente a la caravana de Rosaura en plena “Plaza de Armas”, revela, en fin, que “El control del espacio público resulta imposible y que dentro de las instituciones se viven conflictos de intereses que dificultan el gobierno de la ciudad”.
Ya en el siglo XIX Manuel María Madiedo llamaba “Pandillismo”, a lo que consideraba un fracaso de lo público o, como prefería decir, a la ausencia de “pudor público” de las asociaciones formadas “con el propósito de proporcionarse ventajas de carácter público, sin reparar en los medios”.
En el siglo XX, las pandillas son, para Alonso Salazar (“No nacimos pa semilla”, Bogotá Planeta, 2002) bandas juveniles que no perciben a las autoridades como imparciales, debido a que “Medellín es una colcha descosida de culturas pueblerinas” y la clase dirigente paisa entró en la moda de la economía del lucro, sin haber sido capaz de crear una ciudad como espacio de encuentro y de comunicación, ni de “construir una cultura de convivencia”, sino que redujo la ciudad a un problema de infraestructura.
Por otra parte, en su estudio: “Cultura política en tiempos paramilitares. El orden posible y la pulsión comunitaria en un barrio de desplazados en Colombia”. (Bogotá, Grupo Método, 2008), el politólogo Lukas Jaramillo-Escobar encontró que sus entrevistados percibían a las autoridades del barrio “Nelson Mandela” de Cartagena como parcializadas por ciertos grupos, algunos de ellos “cristianos”, a los que protegían grupos armados que imponían las “normas” de no poner música duro, no vender licor y acostarse temprano”. Y observó que la mayoría de los asesinatos se daba en los grupos donde dichas normas no se cumplían.
Parece que en el futuro las pandillas serán diferentes, como muestra, en su libro: “En el crisol de las apariencias” (México, Siglo XXI, 2007) el sociólogo Michel Maffesoli, quien dice que “los clanes, las pandillas, los grupos de presión” que él ha denominado “tribus postmodernas”, son nuevas formas de lo que denomina: “re lianza”, es decir, de relaciones de confianza, estrechas, cercanas, emocionales y sensibles, establecidas por las juventudes actuales sin motivos políticos o contractuales. En el libro “El re encantamiento del mundo” (Bs. Aires, Dedalus, 2009) afirma que son formas de participación emocional y mágica, que se dan, p. ej., en Londres, Barcelona y Berlín, donde la juventud se reúne “para vibrar al ritmo de la música, de la ingesta de “productos” prohibidos o sencillamente para estar juntos. Es una “identificación emocional”, “experiencia del ser colectivo”, al comulgar con sus héroes deportivos, musicales, religiosos y políticos. Maffesoli no parte ya de la división de espacio privado y público, sino de algo más fundamental, que pretende superar esas divisiones. Se trata de un espacio común concebido como un conjunto de referencias reales o simbólicas que se comparten con los demás, “ya se trate de olores, ruidos, texturas vegetales y físicas, y colores también”, así como también símbolos, en la tecnología mediática. Hay allí un hedonismo del presente como si siguieran al poeta latino Horacio cuando invita a “carpe diem”, es decir, “gozar el momento presente” y olvidar por un instante el pasado y el futuro.
Ahora bien, el profesor Maffesoli observa que esos grupos o tribus posmodernas ya no siguen un partido, ni una ideología política determinada. Como había visto el filósofo Jean Baudrillard (“A la sombra de las mayorías silenciosas”. Barcelona, Kairós, 1978) lo que desde la Edad Moderna llamábamos “el pueblo”, concebido como sujeto de la historia y activista político, ha desaparecido y en su lugar han surgido en nuestro tiempo unas masas silenciosas, a las que los políticos y mercaderes tratan de acercarse hoy por medio de sondeos, estrategias de seducción publicitarias y tentaciones consumistas. Sin embargo, aunque no conocemos la opinión del profesor Maffesoli al respecto, el ejemplo de los “Indignados”, parece indicar que hay nuevas formas de ver la política. Durante el reciente “Hay Festival” de Cartagena, el periodista y profesor Oscar Guardiola llamó la atención sobre la nueva tendencia de estos grupos a defender los bienes comunes. En efecto, protestaron por la impunidad de los empresarios y banqueros escondidos tras las fachadas de las multinacionales con capitales refugiados en paraísos fiscales como los de las Islas Caimán, de donde salen para realizar fusiones de empresas de dudosa legitimidad, amparados en la creciente desregulación económica comandada por el F.M.I. y para apoderarse de los “Bienes públicos”, como el agua, la tierra, los parques naturales, el subsuelo y, en fin, el patrimonio natural, cultural, y turístico de las comunidades.
En suma, las pandillas pueden ser el anuncio de la falta de una cultura para la convivencia, pero también de una resistencia por la ausencia de unas instituciones políticas verdaderamente imparciales en su relación con las diversas comunidades que usualmente conviven en la misma ciudad. Por otro lado, algunas expresiones emocionales y aparentemente irracionales de las pandillas hasta ahora percibidas sólo negativamente, podrían ser la señal de una resistencia contra la concepción tradicional de la ciudad como mero problema de infraestructura y de movilidad que ignore el problema del sentido de la convivencia, para cuya solución, globalmente parece surgir nueva visión de la política, dedicada al cuidado de los bienes comunes.
Fotografía: Celestino Barrera